Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no
Para entonces, Pravda ya no escondía el hecho de que las purgas iban a ser masivas. Stalin, por otra parte, sabía, en las primeras semanas de 1937, que todo lo que había ejecutado más o menos personalmente en los doce meses anteriores tenía que quedar santificado por el Comité Central. Antes de convocarlo, sin embargo, se lo “trabajó”. No sé si fue idea suya o de Yezhov, pero el caso es que desde el momento en que éste llegó a la NKVD, la policía secreta comenzó a circular entre los miembros del Comité Central extractos de declaraciones hechas por personas arrestadas en la Lubianka. Se buscaban dos cosas: por un lado, que todo el mundo conociera las acusaciones que pesaban sobre los grandes pesos pesados del Partido, como Bukharin o Rykov; y, por otro, que los que tuvieran claro que todo eso eran cosas que se declaraban bajo tortura se dieran cuenta de que cualquier día ellos mismos podían estar en el papel y, consecuentemente, era sólo cuestión de tiempo que acabasen en la Lubianka con la cara mazada a hostias. Y no se equivocaban. De los 139 miembros titulares y suplentes del Comité Central nombrados en el XVII Congreso, 98 estaban destinados a no sobrevivir a Stalin y, consecuentemente, a no ser testigos de la llegada de la sociedad sin clases y la última fase del marxismo.
Stalin quería el Pleno del CC para echar a los perros a Bukharin y a Rykov, que se habían convertido en sus objetivos después de los dos juicios. Fue el pleno en el que Stalin consiguió fibrilar al Partido su visión de la existencia de “enemigos del pueblo”: pretendidos comunistas que, en realidad, perseguían la restitución del capitalismo en la URSS.
El Pleno estaba previsto para el 19 de febrero, pero como el 18 falleció Ordzonikhidze, se pospuso nueve días.
La posición de este georgiano se había hecho muy difícil ya a finales de enero de 1937. Siendo un líder indiscutido acostumbrado a hacer y deshacer, tuvo que ser testigo de cómo su principal colaborador, Georgi, llamado Yuri, Leodinovitch Piatakov, había sido arrestado y ejecutado. Luego, Stalin le exigió que preparase un discurso para el Comité Central sobre el sabotaje en la industria pesada, en lo que más que probablemente era el preludio de la purga del propio Ordzhonikidze y todo su comisariado.
El día 17, Ordzonikhidze tuvo una conversación con Stalin que, según diversos testimonios, fue tormentosa. Primero por teléfono, luego se vieron personalmente. Intercambiaron “rabia sin freno e insultos”. Hablaron de que todo lo que habían tenido en común había colapsado, que ya no quedaba nada. Ordzonikhidze, dijo, no quería jugar un papel de villano. Aparentemente, había estado pensando en el suicidio. Días antes, había estado paseando con Mikoyan, y le había dicho que no podía soportar lo que Stalin le estaba haciendo al Partido, y que así no quería vivir. El 18 de febrero no se levantó de la cama. No comió nada, aunque escribió algo. A las cinco y media de la tarde, se escuchó un disparo. Su mujer, Zinaida Gavrilovna Ordzonikhidze, entró en el dormitorio y encontró a su marido muerto. Vera, la hermana de Zinaida, entró detrás de ella y, como movida como un resorte, se puso a recoger y esconder papeles de los que había escrito su cuñado. Cuando Stalin llegó al apartamento, Zinaida le gritó: “¡No has protegido a Sergo!”; a lo que Stalin contestó: “¡Cállate, imbécil!” Luego vio que Vera tenía los papeles en las manos, y se los quitó. Stalin llegó con Molotov y Zhdanov, y luego llegó Beria, a quien Zinaida trató, sin éxito, de arrear una hostia este gesto Beria se lo cobraría torturando salvajemente a su cuñado Papulia, quien ya sabemos que había sido arrestado en Georgia, y a quien le arrancó a hostias la confesión de que había intentado matar a Stalin.
Como podréis comprobar fehacientemente si leéis todo este manuscrito, considero que Ordzonikhidze y Bukharin son, de los muchos personajes que conforman la Historia del estalinismo y, sobre todo, de sus purgas, dos que conforman algo así como un modelo general. En el caso de Bukharin, porque yo creo que la peripecia de este alto miembro del PCUS refleja muy bien el tipo de tortura a cámara lenta a que Stalin sometía a las personas que consideraba sus enemigos. Y, en el caso de Ordzonikhidze, porque su final, un tanto épico, puede mover a la admiración. Sergo, en efecto, se suicidó en un momento muy crucial, y es evidente que su muerte puso de los nervios a Stalin. Pero ahí termina el heroísmo. Ordzonikhidze, como otras muchas víctimas de Stalin, se fue a donde sea que se vayan los muertos cargando en sus espaldas con muchas víctimas, no pocas de ellas inocentes. Él mismo, salido de la recia escuela de Lenin, era un gran creyente en la idea de que le revolución avala toda violencia posible; y lo había practicado en el pasado.
Quede claro, pues: Sergo Orzonikhidze no se suicidó porque hubiese llegado a la conclusión de que Stalin era un asesino sin escrúpulos. No se suicidó por eso por la simple razón de que a ningún asesino sin escrúpulos puede escandalizarle que alguien sea un asesino sin escrúpulos. Ordzonikhidze se suicidó porque, tras la calculada distancia practicada por Stalin y, hecho notable, el arresto de su hermano Papulia, sintió que estaba en la cuesta abajo; que le tocaba.
Stalin instruyó a los presentes para que la versión oficial de la muerte de Ordzonikhidze fuese un ataque al corazón (sabe dios cuánta gente del entourage del vodka y las putas que oficialmente murió de un ataque al corazón en realidad la palmó como Sergio); Grigori Naumovitch Kaminsky, ministro de Sanidad, firmó sin problemas el certificado de defunción, junto con la caterva habitual de médicos del Kremlin. Con el tiempo, los secretarios y colaboradores estrechos de Ordzonikhidze, incluidas sus mujeres, serían arrestados. Vannikov, el adjunto de Ordzonikhidze, fue convocado días después por Yezhov, quien lo conminó a escribir un informe sobre las órdenes de sabotaje realizadas por su jefe.
El 15 de marzo, y sin ninguna explicación, Kaminsky fue despedido como ministro de Sanidad. Roma no paga traidores.
El pleno se tomó dos semanas, y comenzó con un informe de Zhdanov sobre el trabajo del Partido en la preparación de las elecciones al Soviet Supremo con el nuevo sistema electoral, así como la reestructuración del propio trabajo del Partido. Todos los órganos del Partido pasaban a ser electivos, con voto secreto, y las elecciones serían el 20 de mayo. Para que luego hubiese gente diciendo que el comunismo soviético no era democrático. Opinó Zhdanov que el nuevo sistema electoral introducía mayor transparencia (glasnost) sobre el trabajo del Partido, que hacía falta la democracia interna, y todo eso. Pero, inmediatamente después, comenzó a citar al camarada Stalin a la hora de expresar que el enemigo estaba bien presente en las estructuras partidarias. Esquematizó la situación del Partido como dominada por la facilidad de acción de esos enemigos del pueblo y, por eso, anunció que las acciones administrativas normales hasta entonces (expulsiones, castigos) deberían ser sustituidas por medidas de fuerza. También fue de la opinión de que hacía falta “más democracia intrapartidaria”; un reclamo que puede parecer prometedor pero que, en realidad, no era sino el anuncio de próximas purgas en las estructuras del Partido en provincias, por así decirlo.
Una vez pasada la Q1, la Q2 y la Q3, Stalin puso encima de la mesa el tema que verdaderamente le interesaba: la expulsión de Bukharin y Rykov.
Ya os lo he dicho: para mí, Nikolai Bukharin bien puede quintaesenciar el tipo de destino que le reservaba Stalin a las personas a las que atacaba. Por eso mismo, puestos a elegir un destino personal que contar a fondo, creo que lo suyo es contar el de Bukharin. Vayamos, pues, con el relato completo de su calvario. Volveremos sobre pasos que ya hemos dado, pero espero que no os importe.
El 4 de diciembre de 1936, Bukarin y Rykov fueron convocados a un pleno del Comité Central que, en gran parte, se había convocado para estudiar su caso; el otro gran punto era revisar la nueva Constitución. Yezhov hizo un discurso en el que acusaba a los dos bolcheviques derechistas, por así decirlo, de haberse implicado en conspiraciones terroristas. Bukharin lo negó todo. La respuesta de Stalin fue: “Bukharin no tiene ni idea de lo que está pasando aquí. No entiende la posición en la que está, o por qué el pleno está discutiendo esto. No entiende nada. No hace sino reclamar sinceridad y credibilidad; pues bien: hablemos de sinceridad, y de credibilidad”.
A continuación, Stalin sacó el comodín de Kamenev y Zinoviev. Ellos también habían reclamado sinceridad, para después traicionar al Partido. Recordó, también, el caso de Georgi Piatakov, que había llegado ser comisario del pueblo para la Industria Pesada, que había llegado a ofrecerse a ejecutar personalmente a otras personas acusadas de terrorismo con él, incluida su propia esposa; para después, dijo Stalin, traicionar al Partido. Por supuesto, también utilizó el ejemplo del suicidio de Tomsky, quien, recordó, había dejado tras de sí una carta reivindicando que era alguien puro y sin delito cuando, en la visión de Stalin, el suicidio no era sino la admisión de todo cargo. “Tratad”, le dijo Stalin a los miembros del Comité, “de confiar en estos oposicionistas después de esto”.
En medio de los gritos de Bukharin tratando de hacer oír, el Comité decidió que las pruebas y argumentos que presentaba junto a Rykov en su defensa eran irrelevantes. Los dirigentes comunistas concluyeron que lo único importante era que habían traicionado la confianza de Partido una vez, y podrían volver a hacerlo. La resolución final aceptaba “la sugerencia del camarada Stalin de considerar el caso de Rykov y Bukharin como un caso no cerrado, continuar la investigación y posponer la solución hasta el próximo pleno”.
Como primera providencia, los Rykov, es decir, Alexei Rykov, su mujer, Nina Semenovna Mashak, su hija Natalia y una amiga de los tiempos del exilio, Glikeria Flegontovna Rodiukova, fueron trasladados desde el Kremlin a la Casa del Gobierno, es decir, el suntuoso edificio de apartamentos para altos dirigentes comunistas. Allí ocuparon el apartamento 18 que había dejado libre Radek, ya purgado. Se da la circunstancia de que en su momento Rykov, como presidente del colegio de comisarios, era quien había formado la comisión que abordó la construcción de aquel edificio. A pesar de estar en el centro de poder soviético, estaban solos; ni uno solo de los hombres y mujeres del poder soviético residentes en aquel edificio, muchos de los cuales apenas tenían que andar uno o dos pasillos para llegar a aquella casa, les visitó nunca. Esa votación con los pies destrozó a Rykov. Dejó de hablar, apenas comía y, por lo general, no se movía de la cama.
En lo tocante a Bukharin, tanto él como su mujer, Anna Larina, Yuri, su hijo, su padre, Ivan Gavrilovitch, y la primera mujer, Madezhda Milhailovna Lukina, continuaron viviendo en el Kremlin, en el apartamento que habían cambiado con Stalin a la muerte de su mujer, por petición de éste. A pesar de este síntoma algo más positivo, Bukharin también cayó en una depresión, en la que no quería, por ejemplo, hablar con su padre, para que no le viese sufrir.
El 15 de diciembre, Pravda publicó un artículo de acusación directa contra “los derechistas que trabajan codo con codo con los espías y asesinos trotskistas-zinozievitas y los agentes de la Gestapo. Bukharin escribió sendas cartas de protesta: una al Politburo y otra específicamente para Stalin. Decía: “¿Qué puedo hacer? Estoy escondido en mi habitación, no puedo ver a nadie, nunca salgo. Mi familia está desesperada. Yo también estoy desesperado por mi impotencia frente a estos ataques de los que soy objeto. Yo contaba con que tú tenías la ventaja adicional de conocerme bien. Pensé que tú me conocías mejor que los demás y que, a pesar del movimiento general de desconfianza hacia mí, esta circunstancia habría sido importante”. Stalin reaccionó mandándole un mensaje a Lev Mekhlis, editor del periódico: “El caso de los antiguos derechistas (Rykov y Bukharin) ha sido pospuesto hasta el próximo pleno del Comité Central. Por ello, los ataques contra ellos deben cesar hasta que la cuestión se haya resuelto. No hace falta ser muy inteligente para entender algo así”. A todas luces, el ataque de Pravda no formaba parte de sus planes.
Pero eso no quiere decir que Stalin hubiese tascado el freno, mucho menos tomado la dirección contraria. Mientras lanzaba estas instrucciones, Yezhov estaba construyendo el caso según sus instrucciones. Antiguos miembros del Partido cercanos a las posiciones derechistas estaban siendo detenidos y enviados a los campos de concentración, donde se los presionaba para que incriminasen a Rykov y Bukharin.
El principal interrogador fue Boris Davidovitch Berman, hermano de Matvei Davidovitch, entonces jefe del Gulag. Berman presionó sobre todo a Radek quien, cuando se quedó sin capacidad de resistir, comenzó a incriminar a Bukharin. El 13 de enero, Radek y Bukharin fueron sometidos a una especie de careo al que asistieron Stalin, Voroshilov, Yezhov, Kaganovitch, Molotov y Ordzhonikidze (recordad lo que os acabo de decir de que este pollo no pudo suicidarse por considerar que torturar a la gente es algo feo). Radek acusó a Bukharin de haber participado en acciones terroristas. Bukharin le preguntó por qué estaba mintiendo. Conforme avanzó el careo, Radek fue adquiriendo algo más de presencia de ánimo, lo que le permitió ser tristemente sarcástico. Quiso dejar claro que no había sido torturado y declaró: “el camarada Berman me dijo que en ningún momento me estaba diciendo que sería fusilado si no confesaba; más allá, soy lo suficientemente adulto como para entender que no se debe creer en ninguna promesa que te hagan en la cárcel”. Luego dijo que había renunciado de tiempo atrás a salvar su vida y que, en el caso de Bukharin, había llegado a la conclusión de que negarlo todo delante de una Corte no serviría sino para empeorar las cosas. En otras palabras, Radek venía a combinar sus confesiones y sus porqués.
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